EL Más Maloso del Mes

Año III, número 23 (marzo)

Durante décadas, la psicología ha ido desarrollándose como disciplina con el fin de comprender el comportamiento humano y utilizar estos conocimientos para ayudar a las personas a resolver sus conflictos y mejorar su calidad de vida.

Y una mierda.


A lo largo de la historia, y bajo la excusa de la investigación y el progreso, se han cometido atrocidades dignas de malosos como Google o Nº 4. Desde finales del siglo XIX hasta nuestros días, el equipo de TIM ha investigado a los artífices de la creación de esta sociedad que, como hemos venido viendo últimamente, se encamina cada vez con mayor rapidez a una distopía de libro.

 

"Yo sólo quería triunfar con una sueca, lo juro..."
"Yo sólo quería triunfar con una sueca, lo juro..."

Pues bien; dicho sea esto, comencemos por el comienzo. Al igual que en la Biblia, una de nuestras historias se centra en la envidia entre Caín y Abel. En el caso que nos ocupa, se trataba de Charles Darwin y su primito Francis Galton. La revolucionaria contribución de Darwin al saber de la humanidad despertó los celos de Galton, quien decidió que también quería su pedacito de gloria; pero en lugar de observar a las especies en general, su ojo se posó directamente en la especie más ambiciosa de todas (después de las hormigas, claro): la humana. Su interés por las recientes teorías acerca de la herencia genética le llevó a investigar la presencia de atributos comunes en las familias, concluyendo que los burgueses de la época habían adquirido su posición gracias a que habían heredado mentes más brillantes que el resto. ¿Qué significaba todo esto? La respuesta es: a fornicar todos los listos y sanos; los demás, cinturón de castidad. Así pues, se dedicó a inventar esos divertidos tests para medir aptitudes y que les sirvieron a los E.E.U.U. como útil excusa para no aceptar en su país a todos esos molestos inmigrantes (malditos italoamericanos...). A tal punto llegó su contribución como eugenista, que su consideración de los nórdicos como raza superior fue una de las inspiraciones para el surgimiento de un movimiento del siglo XX más importante aún que el hippismo. 

Pero qué carita de abuelete malvado...
Pero qué carita de abuelete malvado...

 

Pasemos ahora a hablar de la más controvertida y misteriosa figura del tema que nos ocupa: el señor Sigmund Freud. Sí, ese hombre que se dedicó a sacar a la luz traumas reprimidos, interpretar significados retorcidos en los sueños y desvelar perversiones inconscientes. La verdad es que hay que perdonarle su maldad, puesto que tuvo una infancia difícil: Segis era un niño judío (algo que, en la Viena de su tiempo, no ayudaba a ser popular) y los demás niños no querían ser sus amiguitos ni jugar con él. Así fue cómo Segis comenzó a observar a los demás desde el rincón, elucubrando sobre sus verdaderas intenciones e inquietudes con la esperanza de dominar algún día la raza humana. Si bien sus logros quedaron en algo un poco más moderado, el ya señor Freud se convirtió en una importante figura de la psicología y el incipiente psicoanálisis (gracias, en parte, a atribuirse el trabajo de muchos otros by the face). De todos modos, fue un hombre adelantado a su tiempo: en la época victoriana mucha gente retrógrada no admitía que se recetase cocaína o se hablase de sexualidad refiriéndose a los niños (pese a que métodos muy similares a la “cura por el habla” se han venido utilizando desde hace siglos para satisfacer curiosidades no tan… científicas).

"Cuéntame más, pequeño..."
"Cuéntame más, pequeño..."

No obstante, si hay un malo maloso en la historia de la psicología, es el conductismo; una de las ramas más empíricas y precisas de la disciplina resultó ser a su vez una de las más despiadadas. Ya sea para condicionar a una vecinita rubia a base de chocolate o para conseguir que un vándalo desarrolle aversión por la violencia y Beethoven, el conductismo se encuentra tras todo tipo de malévolos experimentos.

"Ven, bonito, que no te va a doler..."
"Ven, bonito, que no te va a doler..."

Todo comenzó con el señor Ivan Pavlov, esa adorable versión rusa de Papá Noel. Este señor, al igual que Colón, realizó su más importante descubrimiento cuando se encontraba explorando algo completamente diferente: en medio de uno de sus estudios médicos acerca de la digestión, observó cómo las bocas mutiladas de sus perritos salivaban como si no hubiese mañana cuando oían la campanilla que había estado sonando cada vez que se les traía la comida. Y diréis, queridos niños: “Vale, es un poco cruel, pero la contribución que ha supuesto a la ciencia lo merece”. Por supuesto. Lo que no sabéis, gusanos ignorantes, es que prácticamente al mismo tiempo que Pavlov (de hecho, un año antes de que éste publicara su estudio), el pobre desconocido profesor Twitmyer descubrió en su laboratorio de la Universidad de Pennsylvania el mismo efecto simplemente  haciendo sonar igualmente una campanilla al tiempo que golpeaba levemente la rodilla de sus estudiantes para provocar el reflejo rotuliano. Pero no, obviamente mola mucho más como contribución a la historia todo eso de agujerear hocicos; la letra, con sangre entra ¿no?

Por si fuera poco, sus magníficos métodos inspiraron ingeniosas ideas en el campo militar para darle utilidad al "mejor amigo del hombre": al ejército soviético se le ocurrió empezar a alimentar a los canes bajo tanques para después matarlos de hambre durante unos días y soltarlos frente a los panzer alemanes con unas bonitas mochilas... ¿que aún no lo habéis adivinado? Pues daos prisa (Tick-Tack-Tick-Tack...).

"¡Suelta, Rosi, que no veas cómo agarra el jodío!"
"¡Suelta, Rosi, que no veas cómo agarra el jodío!"

 

Otra importante personalidad de esta corriente fue el estadounidense John Broadus Watson. Para empezar, fue quien ayudó a Twitmyer a presentar su trabajo, que fue recibido con poco interés; pero Watson, que tenía buen ojo, vio en ello una apuesta segura y se dedicó por su parte a investigar el condicionamiento.  Pero Johnny Watson pasaba de perros y universitarios, y escogió como objeto de estudio a las criaturas más inocentes y manipulables de la tierra: los bebés. Observó los reflejos más primitivos en recién nacidos dejándonos como legado hilarantes testimonios, como puede aquí verse. Pero él quería ir más allá, y pensó que si podían condicionarse los reflejos, también debía poder hacerse con otras reacciones… como el miedo. Esto nos lleva a su famoso experimento con el pequeño Albert: Albertito era un bebé normal, con mucha pachorra y una ingenua confianza; sólo temía a los ruidos intensos. Utilizando esto, el investigador se dedicó a golpear fuertemente una barra metálica mientras el pobrecito Albert jugaba inocentemente con una ratita blanca, haciéndole llorar como un descosido. Y así fue cómo el pequeño cogió miedo no sólo a la rata, sino de forma generalizada a los conejos, las pieles y todas las cosas peluditas, como podemos ver a continuación: 

 

 

 

Desgraciadamente, los retorcidos experimentos de Watson no pudieron continuar por mucho más tiempo, ya que tanto la esposa como los superiores del profesor descubrieron que él y su ayudante, la estudiante Rosalie Rayner (la señorita de la foto) estaban haciendo otra clase de “investigaciones privadas” (bom-chica-wah-waaah…), lo que le valió la expulsión de su laboratorio en la Universidad. Ah, hormonas, cúantos genios malvados se han perdido por vosotras…


A pesar de incidentes como éste, el conductismo continuó su apogeo en los Estados Unidos con estudiosos aun más radicales en su posición, como B. F. Skinner (no, no ese Skinner… con ese estaríamos a la puerta de la consulta de Freud escuchando otras cosas). Skinner no era un hombre de afectos, sino que repudiaba cualquier referencia a las emociones calificándola de filosofía barata. Tal era su confianza en la modificación de la conducta pura y dura, que formuló una de las afirmaciones más deterministas y nazis de la historia de la psicología:

 

“Dadme 12 niños saludables y bien formados y permitidme que sean educados enteramente bajo mi influencia; garantizo que puedo entrenar a cualquiera de ellos para que se convierta en el tipo de ‘especialista’ que digamos: médico, abogado, artista, comerciante, incluso mendigo o ladrón, y todo ello con entera independencia de sus talentos, tendencias, habilidades, vocación u origen racial”.


Esta sentencia tan atemorizante y propia de totalitarismos novelescos y distópicos no ha sido llevada a la práctica por el momento (al menos, con nuestro sistema educativo, podemos respirar tranquilos en ese aspecto), pero tiempo al tiempo. De hecho, el mismo Skinner realizó ciertas prácticas conductistas con su propia hija: ya que despreciaba por completo las supuestas necesidades de afecto y contacto físico, ideó una cuna que regulaba la temperatura y mecía al bebé de forma automática. Incluso ideó un sistema doméstico de muebles electrificados para que los bebés aprendieran solitos a qué no debían acercarse. Pensándolo bien, un útil sistema como este acabaría con las inútiles niñeras adolescentes y, con una buena comercialización, sería un producto estrella en Media Markt. Eso, y la caja que inventó para encerrar gatitos a los que enseñar a presionar palancas... proyecto que trae a la mente a otro científico espeluznante.

 

"¡Nooo, déjeme iiir! ¡Mí no gustaaar!"
"¡Nooo, déjeme iiir! ¡Mí no gustaaar!"

Pero no todo va a ser experimentos crueles y profesores locos. También ha habido en los últimos años psicólogos sociales bienintencionados… aunque sus investigaciones hayan dado como resultado descubrimientos monstruosos. Uno de los ejemplos es Stanley Milgram, quien para estudiar la obediencia a la autoridad colocó a sus sujetos en una máquina con la que se les ordenaba aplicar descargas preocupantemente crecientes al individuo de la sala contigua (un actor) cada vez que fallaba en su tarea; contrariamente a lo esperado, los sujetos obedecieron al vigilante de la tarea en sus órdenes de seguir electrificando al pobre y quejumbroso individuo hasta los 450 mortíferos voltios ("¡Está vivooo! ...Oh, espera...").

"¡Maldito Patoso! ¡Voy a cortarte el pito para que no contamines al resto del mundo!"
"¡Maldito Patoso! ¡Voy a cortarte el pito para que no contamines al resto del mundo!"

Y, para terminar, hablaremos del archiconocido experimento social y nazi (no es cosa nuestra, seguro que habéis visto “La Ola”): La cárcel de Stanford. Al bueno de Philip Zimbardo se le fue la cosa de las manos cuando simuló una cárcel en la facultad, asignando roles de presos y guardias a los estudiantes. El nivel de malignosidad que rápidamente desarrollaron los guardias llegó a contagiársele cuando los presos se rebelaron, provocando en el propio investigador una transformación en un superintendente furioso: “Wer hat meine Plätzchen genommen? Dies waren die Kekse, die meine Mutter hatte für mich vorbereitet!”. Pero vamos, que el studio se paró antes de tiempo y no hubo tiempo de llegar a ver sangre ni nada… aunque a algunos soldados americanos les sirviera posteriormente como inspiración para sus juegos en Guantánamo.

Después de todo esto, si tenéis un problema y queréis ayuda profesional… mejor llamad a alguien que os pueda ayudar.